Llegamos a la fábrica de miel
buscando la dulzura
de un beso a los cuarenta
y ¡fue un beso tan dulce!
Habían las abejas
depositado el polen
en las inmensas charcas
salidas de un pozo.
Las flores se asomaban
blandiendo pétalos rojos
sin dejarse comprar
por euros y por dólares.
Miré a mi marido.
Era el mismo hombre
que fuera un día niño
en una Salamanca
idílica entonces.
Sonreía llevando
en sus dientes azúcares.
Volví a besar sus labios
comiendo miel y polen.
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