Se había enamorado
de una mujer futbolista
que metía goles
todos los domingos
y se sentía otro.
Ya no era el hombre
que pedía cenas,
rogaba comidas,
tenía el desayuno
servido a las nueve.
Era el caballero
que hacía su cena,
planchaba su ropa,
fregaba los suelos.
Su amada venía
jurando en hebreo
por un mal penalti
fallado en dos tiempos
y él le decía:
ganarás el viernes
el nuevo partido
de Chicas Sin Miedos.
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